El caballo de Troya

Y coló el caballo tras sus murallas. 


Comenzó con pequeñas incursiones a modo de consejos, la escuchaba con toda la atención que podía, veía casi a cámara lenta como sus labios se movían, como le miraba, era un juego lento de observación, de paciencia, de aguante.


En poco tiempo se convirtió en su confidente, en aquel en quien podía descargar la pesada carga que suponía aguantar a su novio, él escuchaba las quejas como nadie más sabía hacerlo, él era el hombre perfecto para ella,  lástima de su físico, lástima de que ella  tenga pareja.

Pero poco a poco la fantasía de que su confidente se transformaba en un digno contendiente se fue instalando en su mente. Lentamente, en un avance perfectamente orquestado, él fue bajando los soldados del caballo y ella relajando las defensas, hasta que un día cayeron definitivamente y sin reservas.

Se entregaron a noches de pasión, prohibidas, ocultas, lejanas a los ojos de quienes quisieran conocerlas, abrigados siempre del manto de la oscuridad, del silencio, en lejanos hoteles y apartados rincones soñaban juntos brotar a la luz del amanecer como pareja, como proyecto de vida, pero…


Pero los soldados que bajaron del caballo no contuvieron por mucho tiempo a las fuerzas enemigas. La culpa cayó con estruendo con todas sus efectivos, la tristeza se abrió paso con sus legiones sobre las tropas de la pasión y en poco tiempo el terreno de juego se manchó con la sangre de los caídos. Él, que hábilmente había introducido los efectivos en las posiciones perfectas, con la medida exacta, bajo el mejor de los criterios, amenazó entonces con la retirada. 


Ella, dividida entre dos objetivos, decidió atacar los dos flancos al mismo tiempo. 


El caballo ardió largo tiempo, los cadáveres de las tropas que lo atacaron permanecieron esparcidos por años en el campo de batalla. Y ellos lejos uno del otro, donde siempre debieron estar

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