El Buda en la sala de espera.
El joven se sentó frente al Buda, el único sitio libre en aquella atestada sala de espera. Miró a la sonriente cara de la figura con la ironía de quien se sabe más listo que los demás, aunque bastó solo un instante para que se diera cuenta de que su actitud era como una fruta madura a punto de caerse, pasajera y sin más objetivo que engendrar otra idea.
Miró a su alrededor, con la inquietud de quien se siente observado, pero en la muchedumbre nadie le miraba, cada uno, a su modo, trataba de lidiar con los pensamientos.
Pero no les había tocado enfrente la molesta sonrisa del Buda, pensó mientras razonaba que aquella figura estaba allí para transmitir paz, o quizás para decorar solamente, pero la vaga idea de que estuviera allí para obligarle a pensar en lo que estaba pensando le inquietó, volviendo la mirada a la sala, esta vez cerciorándose de que nadie fuera a escuchar sus temores. Temores, quizás por eso estoy en un hospital, temor a la muerte, al daño, a la incómoda sensación de soledad y vacío que de vez en cuando sentía. Soledad que ocultaba bajo decenas de relaciones, de familia, de amigos, de proyectos, la dulce soledad de tratar de afrontar el día a día y sus dificultades, de tratar de arrastrar su mochila llena de cosas de un punto a otro, quizás por eso le duele la rodilla, quizás por eso le molesta la cadera.
De nuevo la sonrisa en la cara del Buda le devuelve a la realidad, aunque ya no mira a su alrededor, solo espera al siguiente pensamiento, sabiendo que aquella figura le lleva a un lema al que no le encuentra fisuras “ tu puedes, confía en ti”.
Si, ya lo está haciendo, ya maneja el timón de su vida, aunque se empeña en ir en el asiento de atrás, quizás por miedo a crecer, para no molestar a su padre, quizás para no asumir la responsabilidad que ya asume, para pensar que se puede recostar en las culpas de otros, de vivir de un respeto que no existe más que en su imaginación. -¿Que confíe?- Ya confía , pero la vida no le lleva por los caminos del éxito, no son para él las mieles del triunfo, no la existencia completa llena de experiencias. Solo aspira a la tranquilidad de una vida mundana que desea otra superior, sin crear las causas ni las condiciones para llegar a ella, dice esa vocecilla en la trastienda de su cabeza, o donde quiera que esté. Una sensación de somnolencia le atrapa mientras en su mente culpa a su amigo, a las cervezas de anoche, a la vida por ponerle en estas tesituras, mientras esa estatua sonríe…
Con el ticket en la mano y bostezando, una nueva oleada de pensamientos vuelve a azotarle, esa religión es para viejos vestidos de rojo, como una secta. Mientras otro bostezo le traía a la realidad de que nunca había visto uno, de que aquella estatuilla y las del chino de la esquina eran todo lo que sabía sobre aquello de lo que tanto se atrevía a pensar. Detrás, la aterradora y fugaz idea de que sobre cualquier tema podría estar haciendo lo mismo, juzgar sin conocer, opinar sin la experiencia de haber vivido, sin empatía ni respeto por el dolor y la vida de los demás.
El pitido de la llamada para entrar en consulta le hizo aterrizar de sus pensamientos, de pie, ya completamente en sí mismo, no tardó en quejarse a la enfermera de la decoración budista de la sala de espera del ala nueva del hospital.
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